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La participación es una vieja conocida. A finales de los 80s, tres de cada cuatro ayuntamientos de ciudades con más de 100.000 habitantes en España habían establecido mecanismos participativos y redactado reglamentos de participación ciudadana. El objetivo –se aseguraba– era involucrar de manera directa a la sociedad civil en la cosa pública como complemento a las instituciones representativas. Y de esta manera, ser más “eficaces” y acumular legitimidad política en la toma de decisiones.

Si bien en los 90s y 2000s el boom de la participación lograba cotizar al alza, todo cambió pasado el 2008. Es entonces cuando empezaron a reducirse los procesos de participación en los Ayuntamientos de manera drástica. Por reducción de presupuestos, cambio de prioridades, falta de conexión con la ciudadanía o, más bien, por todo junto. De repente, llega el 15 de mayo del 2011. En ese momento, se abre un nuevo horizonte democrático –democracia real ya!– que todavía no ha sido resuelto. Es un hecho: la participación ha vuelto con fuerza a las agendas de algunos gobiernos locales pero ¿qué hay de nuevo? ¿qué podemos aprender de la vieja participación? ¿la solución es más o mejor participación tal y como la conocíamos?

Durante los últimos 30 años, son muchas las críticas que han ido recibiendo estos mecanismos formales. La inflación de órganos y el exceso de burocracia, la falta de incidencia sobre la toma de decisiones, la lentitud y los límites para tratar los temas que más preocupan en cada momento a la ciudadanía, el desgaste y la inoperatividad que suponen para las prácticas de base, la exclusión de grupos sociales que no pueden invertir o no tienen recursos para participar en espacios formales. Entre otras.

Podemos extraer una conclusión a partir de estos ciclos de auge de la participación: el incremento de la arquitectura institucional participativa no ha venido acompañado de un ascenso en la confianza en la política formal. Los barómetros de opinión apuntan una tendencia creciente respecto a la pérdida de legitimidad que otorgamos a la clase política. Los casos de corrupción y de connivencia público-privada han ayudado bastante a ese descrédito. Y el caso es que nadie niega la necesidad de una mejora en la “calidad democrática”, pero ni se han producido estudios científicos que evalúen su mejora gracias a la participación ni existen debates políticos sobre qué diantres significa esa “calidad”.

Es paradójico que, según avanzaba la crisis de la gobernanza participativa, hayamos vivido un gran número de movilizaciones ciudadanas, de prácticas de autogestión y de organización social autónoma. O tal vez no sea una paradoja, sino que estas prácticas ciudadanas han seguido su propia lógica, lejos de los mecanismos formales que las instituciones han promovido, considerados disfuncionales. En muchos sitios esta ha sido la tónica: en los últimos años ha habido mucha participación ciudadana, pero no ha pasado por las formas de gobernanza diseñadas por las instituciones.

Esta desconexión entre institución y prácticas sociales ha empujado nuevas caras al frente de algunos gobiernos locales, pero también exige una vuelta de tuerca para desarrollar formas más ambiciosas de entender la participación ciudadana. O para dejar atrás ese paradigma de lo “participativo”. Y es justo aquí donde este curso se propone recuperar una hipótesis que siempre ha estado en los fundamentos de la democracia: entender la participación como autogobierno. Superar el imaginario cívico-deliberativo, delegativo y representacional donde la participación es un anexo cosmético. Entender que no hay democracia sin contrapoderes ni “participación” sin comunidades políticas activas. Ese es el epicentro de esta página: recuperar el ideario y las prácticas de una democracia radical.