Me crispa sobre manera la costumbre que tienen los políticos de no reconocer los méritos de los que les precedieron si éstos no eran de su mismo color. Aquello de al César lo que es del César no va con ellos. Sean del partido que sean, nunca les he escuchado decir al cortar una cinta que aquello que habíamos pagado todos los ferrolanos con nuestros impuestos se había materializado gracias a la gestión de fulano o mengana. Y mira que solo le veo ventajas a esto de reconocer el trabajo de los demás.
Observo temerosa que con la plaza de Armas podría volver a ocurrir lo mismo y sería, de nuevo, una oportunidad perdida para dar un ejemplo de humildad y contribuir a bajar el nivel de crispación en nuestra sempiterna sociedad polarizada. Por el momento, el pueblo de Ferrol solo puede girar a su alrededor, como si fuese una suerte de Kaaba en tiempos donde cada metro cuadrado para el paseo cotiza al alza. También pueden alabarla y criticarla hasta el extremo en las fotos que se asoman en las redes sociales.
El Ejecutivo ha dicho que prefiere esperar y hacer un gran acto inaugural cuando la pandemia lo permita, un extremo que ya ha criticado Ferrol en Común y al que se oponen los firmantes de esta petición que se ha promovido a través de Change.org. La verdad es que a mí me parece de una torpeza infinita mantenerla cerrada: ¿qué mejor estreno que el de los pies de cientos de ferrolanos pisándola? ¿qué evento puede haber más emotivo que el de ver el espacio lleno de vida en un momento donde la muerte sigue golpeándonos a diario?
Las vallas, además, estrechan peligrosamente las calles laterales, Tierra y Rubalcava, dificultando la ardua tarea de mantener las distancias de seguridad entre peatones, sobre todo cuando se forman corrillos de curiosos en el perímetro. Con el espacio acabado, ¿de verdad nos merecemos esta espera sine díe para que la Corporación se saque la fotografía de turno cuando creo que la imagen que importa aquí es la del pueblo de Ferrol? Ojalá puedan reflexionarlo de nuevo, señores concejales.
Y, de paso, haciendo gala del nombre de esta columna —O falar non ten cancelas—, me gustaría hacerles un par de observaciones, como buena ferrolana todóloga. La primera, la necesidad de que la plaza refleje de alguna manera que nació mientras los ciudadanos estábamos confinados, de la tragedia que se vivió, que aun vivimos. Todavía recuerdo la emoción de ver por primera vez los tilos verdes en alguna foto furtiva que alguien subía a Facebook. Esos árboles, para muchos, fueron símbolo de esperanza en los días más grises.
Mi amigo André Cerdido dice, medio en broma medio en serio, que podrían cambiarle el nombre a Praza do Despois. Me parece tremendamente poético y certero, pero soy consciente de que un simple cambio de adoquín provoca sesudos debates en esta ciudad. Así que quizás, para esquivar polémicas, sí podría ponerse una placa en algún rincón, diciendo algo como que «esta plaza se acabó de construir mientras el pueblo de Ferrol permanecía confinado en su casa para salvarse de la gran pandemia de 2020…». Es buena oportunidad para la épica y la proliferación de símbolos necesarios.
En segundo lugar, me gustaría pedirle al Gobierno local que sea considerado con la anterior Corporación. El suyo fue un mandato torpe, en el que pecaron de novatos e ilusos; pero también sufrieron el perjuicio de una de las oposiciones más irresponsables y letales que recuerdo. No hay que olvidar tampoco que aquella frase de «¡Al suelo, que vienen los nuestros!», atribuida al ministro Pío Cabanillas, cobraba vida a diario en aquel bipartito, y que eran el blanco de los titulares más delirantes que se han leído en los últimos años.
El proceso de remodelación de esta plaza fue un episodio injusto. Dilatado en el tiempo por asuntos pueriles, por filtraciones y protestas que se supieron vacuas e inútiles, pero que fueron las culpables de que los ferrolanos todavía no podamos disfrutarla. Se nos preguntó cómo queríamos que fuese el proyecto, algunos contestamos y otros intentaron después echar por tierra la decisión de la mayoría con sus ridículas protestas contra la peatonalización o la supresión de un parking que tenía amianto.
Pero, por encima de todo lo que sucedió aquellos meses de locura y vergüenza ajena, estaba la integridad de dos personas con las que se cruzaron muchas líneas: la edil de Urbanismo, María Fernández Lemos, —que pasó a ser la Lemos—, y el alcalde Jorge Suárez que según Bocho, uno de los trols más famosos de Facebook del que nada se supo desde que FeC está en la oposición, no valía para representar a esta ciudad porque era un «sindicalista vigués».
Ambos tuvieron que soportar una cantidad ingente de insultos y falacias diarias, en redes y en periódicos, pero también en asambleas de comerciantes donde no se les dejaba ni hablar. Yo, que desde bien pequeña supe hasta dónde podían llegar aquellas personas que padecen una enfermedad de odio irracional a los políticos, sentí durante mucho tiempo una tristeza inmensa pensando en las familias de Jorge y María. Si ahora miramos esa plaza con cierto orgullo y no con miedo y asco, como antes; si podemos disfrutarla las próximas semanas, es porque hubo dos personas obstinadas que no tiraron la toalla. Y, aunque sea desde aquí, yo les doy las gracias y me acordaré de ellas cuando me siente a la sombra de los tilos.