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Una de las falacias más extendidas y dañinas es la existencia de una Arcadia feliz en que nuestros antepasados directos, gentes nobles y sencillas, vivían en comunión con la naturaleza. Esa vida esforzada pero placentera se vio truncada por la aparición del mal, la ciencia, la técnica, la revolución industrial; el hombre, al comer del árbol de la sabiduría, fue expulsado del paraíso terrenal en el que vivía y el cual mantenía en benéfica simbiosis. El mito de la sociedad agrosilvopastoril es más resistente que las manchas de zarzamora, por mucho que frotes no hay forma de quitarlo de la cabeza de la gente.

La cuestión es que es completamente falso; no había en las sociedades pretéritas una armonía con el medio, sino una depredación que según crecía la población (con el concurso de esa misma ciencia y técnica, que impedían que sucediese algo tan natural como que muriesen la mayor parte de los niños) arrinconaba a la naturaleza en los lugares más apartados e inaccesibles. De intentar reproducir hoy ese tipo de agricultura y ganadería de baja productividad (es decir, que necesita de mucha superficie para obtener el mismo retorno), necesitaríamos absolutamente todo el territorio y faltaría comida para los 47 millones de bocas que hoy poblamos esta monarquía bananera.

Pero no quiero ser pesado, porque sé que todo esto lo he dicho muchas veces. En lo que hoy quería poner la lupa es un corolario de esa falacia del aldeano campechano: con el éxodo rural, se privó al entorno rural de ese mayordomo de la naturaleza que mantenía el orden cósmico gracias a su sabiduría ancestral (recordemos, esos seres élficos vivían en comunión con la naturaleza), y como consecuencia de la falta de esas nobles manos, todo fue a peor en los campos. Por ello la despoblación del rural es percibida como una desgracia y se invierten fondos en procurar revertirla, que viene a ser como procurar llenar de agua una canasta.

¿A qué os suena todo este discurso? Bien, ya que hemos contado la peliculita de Disney, vamos a explicar cuál es la realidad en el rural, al menos en esta esquina de la península de la cual me creo con autoridad de hablar.

Como sabréis, siempre que salgo de Españistán, vuelvo enfadado de cómo es posible que en Europa sea tan sencillo que conviva una agricultura y ganadería competitiva, profesionalizada (lo que aquí se hace con las diez ovejas y la tirela de nabos y patatas no es ni agricultura ni ganadería: es hacer el payaso), con masas forestales autóctonas, bien conservadas. Lo que tantas veces he dicho: llegar a un pacto con la naturaleza, la mitad del territorio, las mejores tierras, dedicadas a pastos y tierras de labor. Y la otra mitad, la que no sea rentable trabajar, liberarla para que la naturaleza pueda regenerarse.

Bueno, pues aquí es justo al revés. Todos los montes y demás terrenos que no son aptos para el cultivo, han sido dedicados a la producción forestal con especies alóctonas (eucalipto en la costa, pino en el interior). Los montes gallegos, portugueses, leoneses (obviamente incluyo aquí a Zamora) y buena parte de los asturianos están ecológicamente muertos. Se puede apreciar mayor riqueza biológica en un campo de cereal de la Tierra de Campos (en lo que piensan los gallegos cuando hablan de “Castilla”, de la cual sólo conocen el paisaje que se ve desde la A6) que en esas masas forestales monoespecíficas, gestionadas por las comunidades de montes (aquí tenéis un maravilloso contraejemplo de cómo una gestión colectiva puede ser más devastadora que cualquier otra, estatal o privada). ¿Y dónde se refugia la riquísima fauna y flora autóctona? Paradojas de la vida, en las fincas abandonadas, propiedad de aquellos que hace décadas tomaron el camino de la emigración, y ahora son teóricamente de unos descendientes suizos, brasileños, madrileños… que ni siquiera saben situar la aldea de sus abuelos en el mapa, y muchísimo menos se plantean volver para reclamar la propiedad de esas tierras. Y es en esas tierras abandonadas, sucias, echadas a perder como las llaman los palurdos, donde prosperan las formaciones de bosque atlántico autóctono, y en donde se refugia la fauna salvaje.

Son islotes de biodiversidad amenazados por el fuego (los alguaciles del campo que quedan procuran devolver el orden humano al campo por medio del mechero), la expansión de especies invasoras (nunca remarcaré lo suficiente el peligro de las acacias), la usurpación de propiedades abandonadas con la connivencia de los despachos de notarios. Sin olvidarnos de la caza. Estos días, los mangarranes con escopetas dedican su ocio a rodear estos rodales de bosque autóctono y lanzar sus perros en su espesura para sacar a las presas de su último, escuetísimo refugio.

Por lo tanto, quiero desde estas páginas rendir homenaje a aquellos gallegos, portugueses, leoneses y asturianos que tuvieron el buen acuerdo de emigrar para no volver jamás, de morir sin descendencia, o sencillamente de desatender las fincas y vivir cómodamente de la pensión. Gracias a todos ellos, aún la naturaleza subsiste y guarda un hálito de vida en esta esquina de la península.

Por cierto, las imágenes que muestro son, aunque no lo parezca, del mismo sitio (tanto el encuadre como la escala he procurado que sea la misma). La primera, actual, para ejemplificar el valor ecológico que tienen esas parcelas olvidadas tras la concentración parcelaria, uno de los bosques más preciosos de toda la comarca. La segunda, el aspecto desolado que tenía todo aquello en 1956. Así era el paraíso terrenal que tiene idealizado tanto urbanita bobo. Una “vuelta a lo natural”, con 47 millones de tipiños, implicaría, además de una catástrofe humanitaria, la más absoluta devastación ecológica de todo el territorio.

Todo tiempo pretérito fue anterior.